El Génesis nos dice que el amante Dios separó la luz de las tinieblas y la tierra del agua, poniendo la vida en movimiento y esculpiendo al primer ser humano del polvo de la tierra. El Génesis describe el gozo y la satisfacción de Dios ante su obra, deleitándose una y otra vez porque lo creado era “bueno”. La tierra floreció en perfecta armonía, bajo el cuidado de la humanidad.
Dios celebró su obra al declarar un descanso semanal, el sábado, como día para recordar nuestra conexión con el Creador. Dios diseñó a la humanidad para que reflejara su gloria. Cada uno de nosotros refleja una faceta particular de su personalidad y carácter. La mente, el cuerpo y el espíritu. Podemos pensar, vivir y meditar. ¿El componente asombroso? La libertad.
Nuestro mismo aliento proviene de Dios, pero él nos dio la libertad de escoger, un rasgo que bien podía terminar en catástrofe. Una astuta mentira hizo que los primeros humanos cuestionaran que Dios era amante y digno de confianza. Pronto el temor, la envidia y la indiferencia dejaron su marca en el mundo. Cuando los primeros padres de la humanidad se separaron de Dios, el pecado arruinó todo lo que era bueno. Los corazones se rebelaron y el cuerpo humano se vio deteriorado. Las relaciones se arruinaron. Quedamos sin la posibilidad de llegar a Dios por nuestra cuenta: Dios tendría entonces que llegar hasta nosotros.
Y así lo hizo Dios, al enviar a su Hijo a reconstruir la relación quebrantada entre el cielo y la tierra. Dios envió a su Espíritu para restablecer la desfigurada imagen de Dios en nosotros. El Espíritu nos capacita para llegar hasta los demás, demostrando amor y representando a nuestro Salvador y Creador ante un mundo quebrantado que somos llamados a reparar.
Dios es el Creador de todas las cosas, y ha revelado por medio de las Escrituras un registro auténtico de su actividad creadora. El Señor hizo en seis días “los cielos y la tierra” y todo ser viviente que la habita, y reposó el séptimo día de la primera semana. De ese modo estableció el sábado como un monumento perpetuo de la finalización de su obra creadora. El primer hombre y la primera mujer fueron hechos a imagen de Dios como una corona de la creación; se les dio dominio sobre el mundo y la responsabilidad de cuidar de él. Cuando el mundo quedó terminado era “bueno en gran manera”, porque declaraba la gloria de Dios (Génesis 1:2; Exodo 20:8-11; Salmos 19:1-6; 33:6, 9; 104; Hebreos 11:3).
El hombre y la mujer fueron hechos a imagen de Dios, con individualidad propia y con la facultad y la libertad de pensar y obrar por su cuenta. Aunque fueron creados como seres libres, cada uno es una unidad indivisible de cuerpo, mente y espíritu que depende de Dios para la vida, el aliento y todo lo demás. Cuando nuestros primeros padres desobedecieron a Dios, negaron su dependencia de éI y cayeron de la elevada posición que ocupaban bajo el gobierno de Dios. La imagen de Dios se desfiguró en ellos y quedaron sujetos a la muerte. Sus descendientes participan de esta naturaleza degradada y de sus consecuencias. Nacen con debilidades y tendencias hacia el mal. Pero Dios, en Cristo, reconcilió al mundo consigo mismo, y por medio de su Espíritu restaura en los mortales penitentes la imagen de so Hacedor. Creados para gloria de Dios, se los invita a amar al Señor y a amarse mutuamente, y a cuidar el ambiente que los rodea (Génesis 1:26-28; 2:7; Salmos 8:4-8; Hechos 17:24-28; Génesis 3; Salmos 51:5; Romanos 5:12-17; 2 Corintios 5:19-20; Salmos 51:10; 1 Juan 4:7-8, 11, 20; Génesis 2:15).
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